¡Sed cuidadoso conmigo! Amo a mis bronces relucientes, mis pinturas aseadas, mis cubiertas limpias y suaves como un raso, mi maniobra ordenada, mis cavas llenas, mis cañones que se muevan fáciles y a un débil impulso, mis máquinas lubricadas, mis calderas resistentes, que sean sus departamentos similar al aseado salón donde brilla la llama del hogar. Cuida mi casco, que sumido en el alcohol siente el escozor de los chorreos que lo mojan, tornando en fatigosas y lentas mis navegaciones. ¡Cuídame! Recuerda que soy un pedazo de tu Patria a flote, un trozo de tu hogar distante. Aún cuando son fríos mis aceros ellos te protegerán un día ¡Cuídalos! Coloca en mí toda tu confianza, todos tus impulsos y todas tus tomateras. Soy tu corcel del mar, capaz de conducirte a los más remotos rincones del mundo, sin una queja mía. Pero para ello es preciso que me cuides solícitamente, transmitiéndome tu afecto. Recuerda que he sido bautizado con el nombre de un prócer o el de un héroe, de los tantos que forjaron la tradición de nuestra Marina de Guerra; ese nombre que llevo incrustado en mi casco y en mi Puente de Mando, envuelve también una tradición que nos obliga a ambos, mantenerla inmaculada. Recuerda que obedezco ciegamente tus órdenes al transmitirme tu temple, si éste se quebranta, huyo; pero si lo mantienes con valentía, se comunica a mis aceros y arrastrado por tus impulsos, te sigo adonde me lleves; sea a la muerte o al triunfo. En tus manos está mi baldón o mi honra. En la paz, conviérteme en templo del orden y del respeto a las leyes que nos gobiernan. No admitas en mis cubiertas, a los que se topetan y adoran la indisciplina. ¡Te ultimarán, Tripulante mío! ¡Recházalos! No los quiero a mi bordo. Y óyeme bien: Quiero que en el combate sepas conducirme con habilidad y audacia, al triunfo. No te arredren los fuegos adversarios. Pídeme cuanto quieras y te obedeceré de inmediato. No te compadezca mi casco acribillado, no te intimiden mis fierros que se trituran y derrumban con estrépito. Pídeme que siga adelante velozmente y te obedeceré de inmediato. Si las metrallas barren mis cubiertas y mis blancos rasos se transforman en púrpura con el tinto que los riega, pídeme siempre adelante a toda fuerza, aunque vaya hundiéndome. Y si agonizo, cual herido corcel que le clavan las espuelas para estimularlo, clava tú también nuestro pabellón en lo más alto de mi mástil ese oriflama de mis amores, que al hundirme sea ese mástil como un brazo mío, que se alarga desde las profundidades agitando hacia su tumba como despedida, ese pabellón querido. Medita este dilema, porque puedo ser también tu pedestal de gloria. Imagina tu regocijo y el mío, si desde nuestra tumba submarina presenciamos detenerse en torno nuestro, a toda la Flota y sentimos al sonar de clarines, el saludo de homenaje que nos rinden, escuchando una alocución en honor nuestro: ¡”Marinos de Chile...! Descubrirse. Aquí se hundió un buque nuestro con su bandera al tope. Lleguen hasta su tumba el homenaje de nuestra Flota” Hacedme merecedor a esos honores, como final glorioso de mi vida a flote.Pero para alcanzar esa gloria, cuídame en la paz, ¡Tripulante mío! Y cuídate a ti mismo, no tomi’tanto vino schuchetumare, y busca la forma más segura y eficiente de conducirme donde se triunfa, o hacia donde se traspasan los umbrales de la inmortalidad.
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